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martes, 26 de diciembre de 2023

El crimen perfecto.


 


 

 

Los viernes era el día de encuentro, Garmendia, sus  amigos y las partidas  de póker en un antiguo bar de la calle Guardia Vieja, solían extenderse hasta altas horas de la noche.

Un viernes varios de ellos se retiraron temprano. Domínguez, Bertola, y Garmendia, siguieron la charla. Alguien  preguntó:

—¿Existe el crimen perfecto?

Todos miraron a Garmendia, que se encogió de hombros.

—Creo que no, pero muchas veces los asesinos reciben  ayuda  de nuestra impericia o de la suerte — Se sirvió un Whisky, era el primero que bebía esa noche—. Hace muchos años debí investigar el asesinato de una artista plástica: Eugenia Molinos Ruiz. La autopsia demostró que la habían liquidado con  cianuro  Era viuda, vivía sola, su secretaria, Carina, era  su mano derecha, la joven  llegaba por la mañana y se retiraba muy tarde, era casi una esclava de su trabajo, o mejor dicho de la señora Molinos Ruiz.  Durante  la última semana de su vida, Eugenia, no se sintió bien, pero no consultó al médico, pensó que era algo pasajero.  —Garmendia hizo silencio para darle mayor interés a la historia, sus amigos prestaban atención—.Su amigo íntimo y abogado Sánchez Bordón estaba de viaje, al regresar fue a visitarla,  la encontró muerta. Eugenia no había sido una persona querida,  muchos  podrían ser sus potenciales asesinos. Había que investigar.

Me toco el caso y en la investigación salió a la luz la muerte de su hijastra Marcela.

Meses antes, la joven había fallecido en un accidente callejero demasiado evidente, para ser casual, un camión subió a la vereda y atropelló a la chica, la dejo medio muerta y desapareció, un transeúnte que pasaba vio lo sucedido y comprobó que el vehículo no tenía patente ni  identificación. Los amigos de la chica,  conocedores del malestar que había entre Marcela y su madrasta, la señalaron. No se investigó. Hubo muchos comentarios y ninguna prueba, solo el caminante que vio la situación y que declaró en el momento y no dejó sus datos, o no se los tomaron… como ven otro caso turbio, sin resolver, la señora Eugenia tenía demasiados amigos  en la politica.

—¿Quiere decir que fueron dos crímenes perfectos? —sentenció el loco Domínguez— Eugenia y la hijastra.

—Sí. Yo diría que uno motivo al otro. En el de la hijastra, las vinculaciones de Eugenia,  y la falta de pruebas, hicieron que el caso se archivara muy rápido. Siempre creí que ese fue el motivo de la muerte de Eugenia. Alguien tomó  justicia por mano propia.

Bertola se reclinó en la silla y preguntó.

—No sospechaste de alguien en especial.

—Sí. Pero no encontré pruebas. Había sido alguien que tenía debilidad por la hijastra de Eugenia.

—¿Debilidad?

—Alguien que estaba  enamorada de Marcela.

Los ojos de todos se abrieron. Domínguez se sirvió otro Whisky y Bertola, sonriendo maliciosamente exclamó:

—¿Enamorada?

Garmendia asintió.

—Las tortas son bravas cuando se enloquecen con alguna fulana—agregó Bertola.

—No hables de más —dijo Garmendia— Marcela no era torta y Carina la secretaria… es una mujer muy digna.

Bertola hizo silencio.

—¿Por qué los amigos de Marcela señalaron a la madrastra como culpable? —Preguntó Domínguez.

—La chica les había contado que su madrastra la había amenazado, quería hacerle firmar ciertos documentos y ella se negó. Eugenia administraba toda la herencia que el finado padre había dejado a su hija, casi media provincia de Entre Ríos, pertenecía a la joven. Estaba próxima a cumplir veintiún años, momento en que heredaría, no sólo esas tierras, también varios departamentos en Punta del Este. Al morir Marcela, una cláusula del testamento, declaraba que toda la fortuna pasaría a Eugenia.

—¡Que hija de perra!  —La voz de Bertola se elevó con furia— la mató por  la herencia…

Garmendia asintió con la cabeza, terminó su bebida y se puso de pie.

—Bueno yo me voy, son  las tres de la mañana, mi mujer debe estar echa una furia.

Se fueron retirando, al llegar a la puerta de calle, Domínguez  le dijo a Garmendia:

—¿Te llevó hasta tu casa? —le agradeció y subió al auto. Viajaban  en silencio.

De pronto Domínguez preguntó:

—¿Seguro que no encontraste pruebas del crimen?

Pedro lo miró como si un resorte lo hubiera hecho saltar. Le había caído mal la forma que sonó la pregunta, había una ironía en la voz, no respondió. Domínguez  insistió:

—Vos sos un tipo muy ducho en investigaciones, algo debes haber visto o sospechado.

Pedro Garmendia se mantuvo en silencio.

De pronto, largando las palabras como si fueran gotas, dijo.

—Eugenia Molinos Ruiz fue muy mala persona. Le cagó la vida a una piba que lo único malo que hizo, fue nacer rica —se pasó la mano por la cabeza,  estaba nervioso—  en uno de los cajones del taller de Eugenia,  encontré varios frascos con medicinas, averiguando con su abogado..---- me enteré que la señora era una hipocondríaca. Hasta ahí, era casi normal. La que compraba las medicinas era Camila, la secretaria, ella tenía llave de ese cajón, aparte de  Eugenia, y la única que podría haber colocado el cianuro. Revisamos los frascos y nada hallamos.

Domínguez  escuchaba en silencio la confesión de Garmendia. Casi ni respiraba para no interrumpirlo. La ruta era una seda oscura y silenciosa. Conducía sin apuro.

—Llamé a Camila, la invité a tomar un café, y le pedí hablar del caso —dijo Garmendia—  no tenía pruebas pero todas las conjeturas me llevaban a ella. Nos encontramos días después en un café de la Avenida de mayo y la encaré. Ella escuchó, sonrió tristemente y me respondió: ¿Qué quiere que me acuse yo misma?

—No. Tampoco la voy a acusar, no tengo pruebas. Esa semana, usted no estuvo en la casa. Simplemente para que mi ego de investigador no se resienta, le pregunto: ¿Cómo lo hizo?

Asintió bajando la cabeza, no lloró, creí que iba a hacerlo, bebió su café y taza mediante, hablamos.

—Eugenia era de esas personas que siempre estaba enferma, creo que su maldad se expresaba con dolores. Siempre tomaba gotas de Belladona, que es usada para muchos problemas orgánicos, entre ellos los dolores estomacales. Tomé  el frasco de Belladona, lo vacíe a la mitad y coloqué el  cianuro. Durante esa semana no me presenté a trabajar alegando que estaba con fiebre y un resfrío muy fuerte, Eugenia por miedo a que la contagiara, recuerde que era hipocondriaca, me rogó que no vaya a trabajar. Ella tomaba la belladona como si fuera agua. Cuando llegó el abogado y la encontró muerta, me llamó inmediatamente. Llegué al momento que él  se comunicaba con  ustedes, quité el frasco del cajón, lo guardé en mi cartera y limpié con cuidado todos los detalles.

—¿Cómo  consiguió el veneno?

—Detective, tengo muchos amigas trabajando en laboratorios químicos, con dinero todo se consigue, el silencio también. En algún momento Eugenia se iba  a sentir mal, se quejaba continuamente de dolor de estómago. Era seguro que usaría la Belladona.  Nunca llamaba al médico, se recetaba sola,  pensé que con tres o cuatro tomas bastaría para sacarla de circulación. Lo que hizo con Marcela fue  un crimen y nadie lo investigò. No sé quién fue el sicario, sólo sé que la dejaron tirada como una muñeca rota en medio de la calle.  Ella era un ángel, el ser más puro y bello que he conocido y esa bruja maldita le quitó la vida de puro ambiciosa —no pudo contenerse y se largó a llorar, era inconsolable. No se llora así por una simple amiga—  Y ustedes, los policías taparon todo. Nada se investigó. La señora Eugenia fue beneficiada por algún político importante, quien hizo cerrar  el caso bajo el rotulo: accidente callejero —me miró desafiante— Si quiere denunciarme, hágalo, pero no tiene pruebas, voy a negar todo. Ya tendré bastante condena con  mi conciencia.

La miré irse, arrebujada en su tapado, caminaba con la cabeza gacha, era la imagen de la desolación.

—¿La denunciaste? —preguntó Domínguez.

—No, ¿con qué pruebas?  Cómo vez, crimen perfecto no fueron ninguno de los dos,  uno recibió su castigo porque fue encubierto, el otro, fue crimen sin castigo, pero no perfecto.