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martes, 31 de octubre de 2023

Carita de ángel.

 


A pesar de sus lágrimas y su cara enrojecida, no le creía. Sumaba palabras sin sentido y frases entrecortadas, eso bastaba para convencerlo de que no decía la verdad.

Garmendia le explicó que por el momento iba a quedar detenida, hasta que se esclareciera su situación. Ella cambió la mirada, crispó  su rostro y demostró una furia que hasta ese momento había sabido disimular con su llanto.

Una mujer policía la llevó de nuevo a su celda  y Carmona, que había quedado en un costado sin decir palabra, se acercó y le dijo:

—No te convence la minita… ¿no?

—Hay algo que resulta dudoso, pero todavía no encontré el hilo, que me lleve a la verdad, tal vez estoy equivocado.

—Me pasa igual, es como si detrás de esa carita de nena asustada, existiera otra, la misma que te miró con odio cuando le dijiste que quedaba adentro.

 

Cada vez que Garmendia se encontraba en un caso que no lograba convencerlo  con los primeros detalles, solía  dar vueltas en la oficina, como si en esas vueltas  encontrara una solución. Carmona guardó silencio, sabía que en esos momentos lo mejor era no molestarlo.

Al ver que se sentaba en su desvencijado sillón, le dijo:

—Ella llamó al 911 y fui el primero en llegar con la oficial García, que quedó en la puerta  esperando a los compañeros. Carita de ángel estaba de pie frente al cuerpo, lo observaba concentrada,  no se dio cuenta de mi presencia, había odio en sus ojos,  al verme cambió y se largó a llorar.

Garmendia  volvió a dar  vueltas, cada tanto se detenía y miraba por la ventana, en un momento se detuvo y preguntó::

—¿Quién te abrió la puerta?

—Una mujer  que creo es la hermana, digo yo, se le parece, cuando quise hablar con las dos, fue ella la que dijo que no, que después,  y se encerraron en una habitación, en eso llegaron los de la científica, dejé que ellos actuaran y en ese instante llegaste vos, y ya sabes qué paso, la minita con carita de ángel, se acercó y comenzó a gritar, parecía poseída….

—¿Te pareció  una actuación?

—Sí.

—A mi también…

Garmendia fue repasando los detalles de lo poco que la muchacha logro decirle. “Él se llamaba Gastón Salvatierra, era mi novio,  era bueno, pero cuando bebía cambiaba, se volvía un loco, rompía cosas, me golpeaba, después cuando dormía la mona se levantaba como si nada, era otro hombre,  yo me cansé de esa vida y le dije que quería terminar con él, eso lo puso loco, discutimos y me quiso pegar,  intenté escapar a la calle, me agarró del brazo y tironeamos, estábamos al borde de la escalera yo me  solté y  bajé los escalones a los saltos, me siguió y ya no sé bien qué pasó al intentar abrir la puerta me pegó en la cabeza con el puño,  quede atontada, me alejé y recuerdo que le tiré lo que encontré a mano, creo que fue un florero, lo esquivó y al empujarme contra un mueble le arrojé un caballito de bronce que le dio en la cara y trastabillo para atrás, no recuerdo más.”

Esa declaración no aclaraba nada, el golpe en la cara no fue el motivo de la muerte de Salvatierra, algo estaba ocultando carita de ángel.

Trataron de averiguar en el barrio y solo dos personas se animaron a hablar, contaron  que las peleas eran continuas y los gritos e insultos también, los demás vecinos; no sabían nada.

Garmendia fue a ver a la hermana de Silvia, ese era el nombre de carita de ángel.

Vivía a pocas cuadras, no lo recibió de buen ánimo, fue hosca y sus ojeras daban la sensación de que había pasado una mala noche.

 Lo hizo pasar a la cocina, un pequeño ambiente, una mesa y dos sillas, se sentaron.

Sin preámbulos Garmendia dijo:

—No me convence la historia de la caída y muerte de Salvatierra…

—Qué quiere qué le diga, ese desgraciado se mató  al caer y golpear con la mesa ratona.

—¿Puede relatar detalladamente que sucedió?

El detective la observaba, ella retorcía sus manos en una inquietud constante.  Garmendia no perdía detalles de los gestos de la mujer.

Ella fue repitiendo los mismos pormenores y palabras de Carita de ángel.

—¿Está segura qué eso fue lo que pasó?

—¡Claro que estoy segura!

Respondió  gritando.

Garmendia no hizo más preguntas. Ella quedó sentada y él fue recorriendo la casa y observando los detalles. Muchas fotos de Silvia y Ana, en la playa, en Mendoza, en todas la hermana mayor, se veía siempre igual mientras que Silvia se veía pequeña, en otras adolecente, pero en todas las fotos; solas.  Eso llamó su atención.

—Usted le lleva varios años a su hermana. ¿Cuántos? —preguntó Garmendia.

—Catorce años, ¿y eso que tiene que ver? —se notaba inquieta.

—Curiosidad Ana, simple curiosidad… ¿Cómo se conocieron Salvatierra y Silvia?

—Creo que en un recital,  él era mucho mayor y la deslumbró con su lujo y la ostentación de dinero,  le daba todos los caprichos, pero era un alcohólico empedernido, Muchas veces  le dije a Silvia que no era hombre para ella, pero no me hacía caso, estaba embelesada con la ropa cara y el ambiente de lujo en el que vivían.

Al retirarse Garmendia notó el disimulado suspiro de alivio de Ana.

 

El detective se dirigió a su oficina, algo fluía  cerca de Ana, que no lograba identificar, era una mezcla de tristeza, dolor y cuando hablaba parecía que se iba a largar a llorar en cualquier momento.

 

Carmona lo esperaba con una novedad, al revisar los papeles de Silvia descubrió que era hija de Ana, no su hermana. La llamada del forense cortó la conversación.  Garmendia escuchaba sin decir palabra, hasta que preguntó:

—¿Es seguro lo que me decís? Semejante novedad puede cambiar la caratula del caso…

Colgó y le pidió a Carmona que trajera a Silvia. Carita de ángel repitió la misma declaración, era un libreto estudiado de memoria, entre Ana y ella. No había dudas, habían estudiado  que respuestas dar.

 

Los detectives regresaron a la casa de Salvatierra, Carmona  buscaba cada detalle del salón dónde encontraron  el cuerpo. No sabía  qué, pero algo en esa habitación era muy importante y debía descubrirlo.  Subió al dormitorio, la magnificencia era insultante, en el vestidor la ropa  estaba separada por colores y los zapatos en un armario se contaban por docenas. Era claro que carita de ángel se sintió enamorada de tanto lujo, aunque el que se lo proporcionara fuera un bruto ordinario. Dieron vuelta la casa y nada encontraron.

Garmendia se dejó caer en un sillón del living y abriendo los brazos en un gesto de impotencia exclamó:

—No puede ser que no haya nada que pruebe lo que dijo el forense, un cuerpo pesado le reventó la cabeza a Salvatierra. ¿Pero dónde está?

Nada encontraron. Salieron de la casa con rabia, Garmendia estaba seguro que en ese lujo inmenso estaba oculta la prueba, pero no la habían descubierto ninguno de los dos.

 

La orden del juez de dejar en libertad a Carita de ángel llegó una semana después, no había pruebas y el abogado había logrado previo deposito de una buena cantidad de dinero que la joven quedara libre. Salvatierra desde el más allá seguía con su dinero protegiendo a Silvia.

Garmendia no olvidó el caso, siguió de cerca la vida de Silvia, la joven quedó en la casa de Salvatierra dueña y señora de un lujo que no le pertenecía, pero que amaba.

Después de unos meses el detective regresó a visitarla, lo atendió una mucama que lo hizo pasar con solo mostrar sus credenciales. Silvia apareció, tan elegante que no parecía la misma joven  que había conocido. En poco tiempo Carita de ángel había reformado el salón, el detective no pudo dejar asombrarse por la belleza y el buen gusto que reinaba en cada detalle. Silvia lo miraba expectante mientras él recorría el ambiente, sin meditarlo demasiado Garmendia fue directo a la cocina.

—Oiga, adónde va —alzó la voz Silvia.

—A ver los cambios de la cocina.

Allí no había cambios.

¿O sí? Algo faltaba.

De pronto Garmendia pegó un respingo. El adorno en la pared no estaba. ¿Qué era? Trató de recordar.

—Con qué derecho revisa mi casa —la voz chillona de Silvia se elevaba como un grito— Estoy libre, usted no tiene nada que hacer acá.

La cabeza de Garmendia intentaba recordar, ignorando los gritos de Silvia. Como en una fotografía regresó la imagen. En la pared azul había un palo de amasar de madera maciza, sostenido por dos ganchos blancos igual que el palo. Resaltaba el blanco sobre el azul, por eso recordó.

—¿Dónde está el adorno que estaba en esta pared?

—No sé de qué habla —Silvia se retorcía las manos, había perdido su aplomo— voy a llamar a mi abogado.

Garmendia que en su interior estaba satisfecho, se sentó en el sillón y llamó a Carmona.

El abogado llegó junto con Carmona, que traía una orden de registro.

Buscaron el adorno y nada hallaron. Carmona preguntó a la mucama:

—¿Qué hicieron con los muebles que sacaron por la reformas?

La joven los guío hasta un galpón en la parte de atrás del parque. Allí encontraron  de todo menos lo que buscaban, Garmendia estaba seguro que ese palo de amasar era la clave que necesitaba para condenar a Silvia o a la madre. La mucama seguía de pie vigilando los movimientos de los detectives. Garmendia estaba furioso viendo que nada encontraban, al fin preguntó:

—Señorita buscamos un adorno que estaba en la cocina sobre la pared….

—¿El palo de amasar?

Garmendia y Carmona agrandaron los ojos, respondieron al unisonó:

—¡Sí!

Entre asustada y sorprendida la mucama dijo:

—La señora me mandó tirarlo, pero era tan bonito que sin que ella supiera me lo llevé. Garmendia le dio un beso en la frente a la sorprendida joven y le dijo:

—Vamos a su casa.

 

Tras los análisis de la policía científica se encontraron manchas de sangre en la madera.

Nuevamente fue detenida carita de ángel, esta vez no había escapatoria. Ella o su madre le quitaron la vida a Salvatierra.

¿Cómo hacerlas confesar? Utilizaron el viejo truco de interrogarlas por separado. A cada una le dijeron que la otra la había inculpado. Ana aceptó sin decir nada, solo lloraba. La sorpresa fue Silvia, al decirle que su madre había declarado que ella mató a Salvatierra, volvió a su carita de niña  perdida e inculpó a su madre, pero al decirle que las huellas en la madera le pertenecían, hizo silencio, se crispó su rostro, miró a los detectives con odio y pidió por su abogado.

 

 

Ana salió libre, el juez entendió que no fue culpable  a pesar de mantenerse en silencio y no declarar contra su hija.

Garmendia sintió pena por Ana, el día que abandono la cárcel se acercó a saludarla y  le preguntó:

— ¿Por qué nunca lo denunciaron?

—Silvia tenía miedo, él la tenía amenazada, estaba rodeado de peces gordos de la política y la justicia.

—Lo hubiera abandonado, era  mejor irse en silencio y no desatar semejante discusión  y terminar en una pelea brutal —Garmendia dijo en voz baja—  Silvia no lo amaba, el cráneo hundido, demostró el odió que su hija le tenía.

Ana no respondió, bajó la cabeza y se fue.

 

Al día siguiente era domingo, Garmendia se levantó pasadas la diez, se asomó a la ventana de su dormitorio; llovía fina y suavemente, puso música de Wagner y fue directo a la cocina a prepararse un café, cada día entendía menos la ambición de algunas personas.

Fin.

 

lunes, 9 de octubre de 2023

Olfato.


 

 

 

Desde una mesa en un café de Constitución, una pareja reía, era tanta su diversión que llamó la atención del Detective  Garmendia que tomaba su café con medialunas. Pudo apreciar que evidentemente disfrutaban burlándose de alguien, algunas  palabras llegaron hasta el detective: tonta, ridícula, que buen botín…

Al llegar Carmona, el ayudante de Garmendia, la joven y el señor mayor seguían con su divertida charla. Carmona pidió un café y tomó asiento, al ver a Garmendia interesado en la pareja le hizo un gesto para saber qué sucedía. Por lo bajo el detective le dijo:

—Esos dos no me gustan, hablan muy divertidos de una hazaña que realizaron y creo que no es algo bueno, les escuche decir “que consiguieron una gran ganancia”.

—Vos ves ladrones por todos lados—respondió el ayudante mientras bebía su café.

—Es que no me gustan sus caras, hay algo en ellos que no se explicarte y es más, cuanto más los miro, me parecen conocidos de algún lado, en especial el tipo.

No podía dejar de sentir una mortificante sensación de fastidio, aquellas caras riendo, estaban ironizando a alguien, el hombre denotaba cierta dosis de cretinismo y ella bajo su cara infantil, la soberbia de quien se siente superior.

Carmona comenzó a prestarles atención, ellos llamaron al mozo abonaron su consumición y se retiraron.

—Seguilos —dijo Garmendia.

Carmona dándose prisa bebió el último sorbo, se levantó y guardando distancia  fue tras ellos, en la calle, el viento frío de otoño lo empujó hasta su auto.

Garmendia se acercó a la mesa vacía y se detuvo en cada papel que habían dejado; servilletas, un boleto de tren y un bollo de papel que al estirarlo dejo ver una dirección, no conocía esa calle “Punto cardo” 65.

Al llegar a su oficina busco ayuda en Google, nada encontró, esa dirección no le decía nada. Recordó el boleto de tren: Constitución hasta Gral. Molinos. Rastreo el pueblo y la calle;”Punto cardo” Allí estaba nacía en una plaza y terminaba en la estación de trenes. No conforme con eso, fue a buscar información de estafadores, abrió la pantalla de su notbook, y la ventana correspondiente se abrió; fueron desfilando rostros, la mayoría conocidos. Después de casi una hora descubrió al hombre, se lo veía más joven, pero no había dudas era él, de la joven no halló nada.

Mientras anotaba el nombre, Carmelo Gaite, y una  dirección en San Martín, leyó los antecedentes; ladrón y estafador, desde el año 2008 se lo buscaba por una estafa a un grupo de  jubilados de Brandsen, mientras seguía leyendo el prontuario de Gaite, entró Carmona.

—Están alojados en un hotel de la calle Lavalle. ¿Vos encontraste  algo?

No respondió hizo girar la pantalla y le mostro la cara de Gaite.

Carmona leía y no ocultaba su sonrisa.

—Que olfato tenés, y pensar que creí que ya estabas poniéndote senil…ves una pareja en un bar y ya te parecen mafiosos, ¿cómo haces?

—Los reconozco por el olor —respondió Garmendia.

El detective tomó el teléfono y buscó que lo comunicaran con la policía de Gral. Molinos. Se presentó y preguntó si había sucedido algún robo o estafa en especial a jubilados. La respuesta fue rápida, a jubilados no, pero si a una turista que se hallaba de descanso en el pueblo. Envió la foto de Gaite  y a partir de ahí todo se fue deslizando fácilmente.

La pareja que protagonizo la estafa era un hombre que se hizo pasar por psiquiatra y la mujer joven vestida de religiosa,  habían sugestionado a una mujer con el sonido de un piano y con el cuento del hipnotismo se habían alzado con su dinero y una caja con joyas.

No había dudas eran ellos, partieron rápidos, la alegría les duro poco, cuando llegaron al hotel de la calle Lavalle los pajaritos habían volado.

Tendrían que comenzar de nuevo. Garmendia estaba furioso, abrumadoramente pasaban los segundos, hasta que al fin dijo:

—Si robaron joyas, van a venderlas  en alguna casa de la calle Libertad y el único que compra joyas robadas es Kallman, vamos a verlo.

Kallman negó toda compra, le mostraron una foto de Gaite y juro no conocerlo. Garmendia no se conformó con las respuestas de Kallman, puso vigilancia y  fue a la dirección del estafador en San Martín, seguramente sería la casa familiar y con suerte hubiera regresado al nido. No estaba. El padre, un anciano tembloroso aseguro que hacía años que no lo veía.

Un día después recibieron el llamado de uno de los hombres que vigilaban a Kallman, Gaite estaba en la joyería.

El coche de Garmendia voló hasta llegar a la calle Libertad. Una señorita encantadora los atendió, pero de Kallman y Gaite ni noticias. Sin pedir permiso. Solo con mostrar sus credenciales, salieron por una puerta lateral y siguieron un pasillo hasta el fondo, allí otra joyería se abrió ante sus ojos, varias personas conversaban animadamente, Kallman al verlos cambio de color. Gaite interpretó que algo estaba sucediendo e intento escapar.  El agente que había custodiado el local lo detuvo.

Recuperaron las joyas, Gaite estaba a punto de venderlas cuando Garmendia y Carmona llegaron.

Kallman y Gaite presos. Faltaba la mujercita que se había hecho pasar por monja, no tardaron mucho en hallarla, su compinche  declaró que viajaba a Pinamar con un nuevo incauto al que pensaba estafar.

Llamaron a la mujer a la que habían estafado con la música de piano y el hipnotismo, para que reconociera a los estafadores.

—No hay dudas, son ellos —declaró.

Al ver las alianzas artesanales que pertenecían a su padre, no pudo contener su emoción y confirmó eran de su propiedad, las mismas que le habían robado el mentiroso Dr Garbó y la religiosa con carita de ángel.