El
detective Garmendia se miró al espejo mientras se afeitaba, la navaja acariciaba
su cara sin apuro y pensaba: “En qué baile estás metido Garmendia…”
Se secó la cara
y fue a la cocina.
Desde que su esposa lo había abandonado, hacía
dos años, vivía solo.
Preparó el café. No dejaba de pensar en el caso
que tenía entre manos y que se complicaba cada día.
José Montoya había sido asesinado, en una casilla
de un barrio poco recomendable, en las afueras de Pilar. Había recibido
una puñalada en el estómago, tan
profunda que se desangró. Aferraba en su mano una rosa roja.
El único vecino vivía a cien metros y lo definió como un gitano raro y poco amable
con el que no se trataba.
Se sirvió el café y fue meditando los detalles del caso.
Montoya
era dueño de un pésimo carácter, lo dijeron sus familiares, se había
separado de su tribu por discrepancias con ellos; no se le conocía pareja, ni amigos.
Garmendia visito a varios y dejó su tarjeta a la
espera de que, si recordaban algo se lo comunicaran.
El gitano
se dedicaba a comprar coches usados o robados, los arreglaba y los
vendía. En un primer momento, pensó en la mafia que se encargaba de robo de
autos; aunque fue descartado, ninguno de
los conocidos trabajaba para él.
Garmendia no hallaba un hilo conductor que le
aclarara el crimen o que al menos le diera una pista. Terminó el café, se puso
la campera, salió a la calle.
Era viernes y la mañana estaba soleada, la ciudad era un caos, embotellamiento en
cada semáforo y mal humor en los peatones que cruzaban por cualquier lado. Al
llegar a su oficina, su asistente, Carmona lo esperaba con novedades.
Un vecino de Montoya había llamado esa mañana,
recordaba haber visto a una mujer que llegaba en un Ford Fiesta azul, siempre a
finales de mes; entraba a la casa y diez o quince minutos después salía muy
apurada. Por la forma de vestir, pollera larga color naranja, blusa blanca y
cabello sujeto con un pañuelo de colores, dedujo que era gitana, una vez se había cruzado con
ella y le quedó grabado lo blanco de su
piel.
Otra novedad fue hallar, en la casa de Montoya,
muy bien escondido en la solapa de su
agenda, el número telefónico de una tal: Soledad Benítez y su dirección. Averiguaron y coincidían con la esposa del
secretario de Comercio Exterior; Vicente Benítez.
—Esto se está enredando cada día más —dijo
Garmendia— ¿Qué amistad podía tener la esposa de un tipo tan importante con un
vendedor de autos robados.
—Tal vez le compró o le llevó su coche para arreglar…
— ¿Te imaginas a una señora como ella en
semejante barrio?
Era difícil
imaginarlo, pero en el celular de Montoya aparecieron demasiadas
llamadas al teléfono celular de la señora Benítez.
Los detectives la visitaron, se encontraron con
una bella mujer de unos cuarenta años, muy elegante. Ella declaró que no conocía a Montoya, pero que desde hacía un tiempo recibía llamadas
obscenas, a tal punto que había pedido el cambio de número telefónico. Al
salir, Garmendia preguntó a su asistente:
— ¿Algo te llamó la atención?
—Dos cosas —dijo Carmona— el nerviosismo de la
señora Benitez y la blancura de su piel…
Juan Heredia era primo de Montoya y se había
comunicado con los detectives, ellos fueron a visitarlo. Era dueño de una
inmobiliaria en Derqui.
La oficina de Heredia lucía pulcra y él se advertía una persona
agradable.
—Sabía que mi primo, algún día iba a terminar así — fue lo primero
que dijo sin apenarse.
Les sirvió café a los detectives y siguió
conversando.
—He recordado que hace poco más de un año, él estuvo
en mi oficina; ese día vino a pedirme dinero, cosa usual en él. Estaba sentado
en ese rincón —señaló un sillón de espaldas al ventanal que daba a la calle—
mientras yo atendía a un cliente, entró una señora muy elegante y lo vi mirarla
y sorprenderse, ella no había reparado en su presencia, él se acercó y recuerdo
el gesto de desagrado de la mujer. Él le hablaba muy despacio no logré
escuchar; pero ella dio media vuelta y salió. Mi primo la siguió y quedaron
hablando en la vereda. Entendí por los gestos que discutían, ella subió a su
coche y se fue. Él anotó la patente y
entró de nuevo. Le pregunté quién era y
respondió: “una antigua amiga que regresa del más allá”. No le entendí y agregó
“con semejante ropa cara, debe haber pelechado bastante en la vida, esta amiga
me va a salvar”. Le di algo de dinero y se fue. No lo volví a ver.
— ¿Recuerda quién era esa mujer?
—Nunca la había visto, ya le dije, entró y sin
explicar para qué había venido, se fue y no volvió.
— ¿Y la marca y color del auto?
—Era un Audi blanco.
Al salir Garmendia le pidió a Carmona que
averiguara el historial de la señora Benítez.
— ¿Te parece necesario?
—Pensá que no siempre fue la esposa de un
secretario de Comercio Exterior. Quiero que averigües lo que puedas de su
pasado.
Siguieron preguntando a los vecinos del gitano,
y otro repitió la historia de la gitana en un auto azul, que llevaba una rosa
roja en el pelo y, agregó que la patente terminaba en 15, lo recordaba porque
lo había jugado a la quínela y había acertado.
Investigaron y en casa de los Benítez no había un auto azul.
— ¿Tal vez lo pidió prestado a una amiga?
—Será mejor que lo averigües —respondió
Garmendia— este caso se complica y sin embargo creo que la solución está frente
a nosotros y no la vemos.
En el pasado de la señora Benítez, sólo hallaron
su tiempo de actriz del under. Sus viejos compañeros la recordaban como una
chica encantadora y muy buena actriz. Nada anormal.
Carmona llegó a la oficina de Garmendia con la
novedad de que, en el entorno de la señora Benítez nadie tenía un auto azul.
—Creo que estamos poniendo los ojos en la mujer
equivocada. La gitana que iba a ver a Montoya a finales de mes, ¿Quién era? ¿A
qué iba? A hacer el amor, no lo creo, en tan corto tiempo no se puede hacer
nada. ¿Para qué visitarlo mensualmente?
—Puede que fuera a pagar la cuota de un coche…
—Garmendia no estaba convencido — o una deuda.
—O un chantaje —dijo Carmona.
El detective saltó de su silla y comenzó a dar vueltas.
—Eso me parece creíble y cercano a una verdad y
al tipo de persona que era Montoya. ¿Pero dónde encontrar a esa gitana?
—Hay que averiguar si hay comunidades gitanas o
familias en la zona cercana a Pilar y si conocían a Montoya.
Mientras Carmona investigaba, Garmendia volvió a la casa del gitano. Revisó cajones,
estantes, ya la policía científica había pasado por todos los escondites, pero
él esperaba encontrar algo, ese algo que le diera una pista. Cuando ya desistía de su reconocimiento,
comenzó a sacar unos diarios apilados en un estante y entre ellos, apareció
un álbum de fotos. Varias fotografías habían sido quitadas, la
cartulina más oscura demostraba que había sido recientemente. Se llevó el
álbum.
No se había equivocado, los especialistas
corroboraron su primera idea. Tal vez no tuviera que ver con el crimen, tal vez
sí.
Varios días después Carmona trajo la novedad,
ninguno de los gitanos de Pilar se conectaba con Montoya; pero, y eso sí fue
una novedad: la madre de Soledad Benítez tenía un Ford fiesta azul y la patente
terminaba en 15. La citaron.
Cecilia Sepúlveda se mostró sorprendida al verse frente al detective. Tendría unos
sesenta años, muy bien vestida y con una sonrisa simpática, lo contrario de su
hija. Cecilia no entendía por qué
estaban interesados en su coche.
Presentó sobre la mesa de trabajo del detective los papeles de su auto.
—Como ve señor Garmendia tengo los documentos de mi coche al día.
El detective sonrió.
—Señora no es mi intención controlar sus
papeles, simplemente quiero preguntarle si usted fue alguna vez hasta Pilar a
ver a un vendedor de autos usados, un tal Montoya.
—No hago
viajes largos, solo me muevo en la capital.
— ¿Acostumbra a prestar su auto a alguna amiga?
—No. ¿Por qué tantas preguntas?
—Tenemos un caso policial y debemos investigar
detalles, su auto, marca y color combina con el que estamos buscando. Nada más
que eso. ¿Está segura que nunca prestó su coche?
—Sólo a mi hija cuando lleva a lavar o al
taller… el de ella.
La sonrisa de Cecilia Sepúlveda se convirtió en
una mueca de hielo al decirlo, pareció arrepentirse.
—No se preocupe debemos estar equivocados —dijo
Carmona mientras la acompañaba hasta la salida.
Al entrar, el detective le dijo a su compañero:
—Vamos a ver a la señora Benítez.
La palidez de Soledad Benítez y sus ojeras le
daban un aire fantasmal.
Los invitó a tomar asiento y escuchó a Garmendia sin interrumpirlo. En un momento
entró Vicente Benítez, saludó y quedó de pie, mientras Garmendia explicaba los
pormenores del caso. Al terminar el detective, ella intentó hablar y la voz se
le ahogó; fue el esposo quien dijo:
—Montoya fue pareja de mi esposa, él era tan mala persona que ella lo abandonó y
permaneció escondida en casa de una amiga por meses. Él la buscó, la consideraba
su propiedad; en ese tiempo la conocí, la ayudé a cambiar su nombre y nos
fuimos juntos, yo estudiaba fuera del
país. Habían pasado veinte años, cuando ese delincuente la encontró, no sé cómo
consiguió nuestro número telefónico y comenzó a amenazarla con hacer públicas
algunas fotos comprometedoras de aquellos años en que vivieron juntos. Mi
esposa por temor a perjudicar mi carrera aceptó pagarle una cuota mensual
exorbitante, hasta que ya no pudo más y le dijo que no podía seguir así. Fue a verlo, intentó llevarla a la cama, ella se negó y él
la amenazó con una navaja…
Soledad hizo un gesto con la mano para que
callara, se puso de pie y dijo:
—Quiso seducirme, me arrancó la rosa que llevaba
en el pelo, me negué a sus
requerimientos y se ofendió, sacó una navaja y me amenazó, en el forcejeo él
mismo se clavó el arma, al caer al suelo y me pidió ayuda, y yo salí corriendo,
lo dejé herido y escapé. Mi crimen fue abandonarlo, tenía tanto miedo que
temblaba, no sé cómo llegué a mi casa sin tener un accidente y manejando en esas condiciones por la ruta.
--Murió desangrado….—dijo Garmendia.
Soledad no pudo evitar el llanto.
—¿Se vestía de gitana? —Preguntó Carmona.
—Sí, era una forma de que algún vecino de
Montoya, pensara que era un familiar o
una amiga.
En la cabeza de Garmendia las ideas batallaban
con su conciencia. Este era uno de esos casos en que el detective no quería
proceder según marcaba la ley. Pero no podía hacer otra cosa, estaba seguro que
la señora Benitez saldría libre, pero él no era juez, ni fiscal, sólo le dijo:
—Señora Benítez lo siento, un juez debe analizar
su caso, pero yo debo cumplir con mi deber y detenerla.
Esa noche mientras cenaba solo en su casa,
recordaba la cara de angustia de la señora Benitez y se arrepentía de ser tan fiel
a su deber.