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martes, 25 de junio de 2024

El caso del gitano.



 

   El detective Garmendia se miró al espejo mientras se afeitaba, la navaja acariciaba su cara sin apuro y pensaba: “En qué baile estás metido Garmendia…”

Se secó la cara  y fue a la cocina.

Desde que su esposa lo había abandonado, hacía dos años, vivía solo.

Preparó el café. No dejaba de pensar en el caso que tenía entre manos y que se complicaba cada día.

José Montoya había sido asesinado, en una casilla de un barrio poco recomendable, en las afueras de Pilar. Había recibido una  puñalada en el estómago, tan profunda que se desangró. Aferraba en su mano una rosa roja.

El único vecino vivía a cien metros y  lo definió como un gitano raro y poco amable con el que no se trataba.

Se sirvió el café y fue meditando  los detalles del caso.

Montoya  era dueño de un pésimo carácter, lo dijeron sus familiares, se había separado de su tribu por discrepancias con ellos;  no se le conocía pareja, ni amigos.

Garmendia visito a varios y dejó su tarjeta a la espera de que, si recordaban algo se lo comunicaran.

El gitano  se dedicaba a comprar coches usados o robados, los arreglaba y los vendía. En un primer momento, pensó en la mafia que se encargaba de robo de autos; aunque fue descartado,  ninguno de los conocidos trabajaba para él.

Garmendia no hallaba un hilo conductor que le aclarara el crimen o que al menos le diera una pista. Terminó el café, se puso la campera, salió a la calle.

Era viernes y la mañana estaba soleada,  la ciudad era un caos, embotellamiento en cada semáforo y mal humor en los peatones que cruzaban por cualquier lado. Al llegar a su oficina, su asistente,  Carmona lo esperaba con novedades.

Un vecino de Montoya había llamado esa mañana, recordaba haber visto a una mujer que llegaba en un Ford Fiesta azul, siempre a finales de mes; entraba a la casa y diez o quince minutos después salía muy apurada. Por la forma de vestir, pollera larga color naranja, blusa blanca y cabello sujeto con un pañuelo de colores, dedujo que era  gitana, una vez se había cruzado con ella  y le quedó grabado lo blanco de su piel.

Otra novedad fue hallar, en la casa de Montoya, muy bien escondido  en la solapa de su agenda, el número telefónico de una tal: Soledad Benítez y su dirección.  Averiguaron y coincidían con la esposa del secretario de Comercio Exterior; Vicente Benítez.

—Esto se está enredando cada día más —dijo Garmendia— ¿Qué amistad podía tener la esposa de un tipo tan importante con un vendedor de autos robados.

—Tal vez le compró  o le llevó su coche para arreglar…

— ¿Te imaginas a una señora como ella en semejante barrio?

Era difícil  imaginarlo, pero en el celular de Montoya aparecieron demasiadas llamadas al teléfono celular de la señora Benítez.

Los detectives la visitaron, se encontraron con una bella mujer de unos cuarenta años, muy elegante. Ella declaró que no  conocía a Montoya, pero  que desde hacía un tiempo recibía llamadas obscenas, a tal punto que había pedido el cambio de número telefónico. Al salir, Garmendia preguntó a su asistente:

— ¿Algo te llamó la atención?

—Dos cosas —dijo Carmona— el nerviosismo de la señora Benitez y la blancura de su piel…

 

Juan Heredia era primo de Montoya y se había comunicado con los detectives, ellos fueron a visitarlo. Era dueño de una inmobiliaria en Derqui.

La oficina de Heredia  lucía pulcra y él se advertía una persona agradable.

—Sabía que mi primo,  algún día iba a terminar así — fue lo primero que dijo sin apenarse.

Les sirvió café a los detectives y siguió conversando.

—He recordado que hace poco más de un año, él estuvo en mi oficina; ese día vino a pedirme dinero, cosa usual en él. Estaba sentado en ese rincón —señaló un sillón de espaldas al ventanal que daba a la calle— mientras yo atendía a un cliente, entró una señora muy elegante y lo vi mirarla y sorprenderse, ella no había reparado en su presencia, él se acercó y recuerdo el gesto de desagrado de la mujer. Él le hablaba muy despacio no logré escuchar; pero ella dio media vuelta y salió. Mi primo la siguió y quedaron hablando en la vereda. Entendí por los gestos que discutían, ella subió a su coche y se fue. Él anotó  la patente y entró  de nuevo. Le pregunté quién era y respondió: “una antigua amiga que regresa del más allá”. No le entendí y agregó “con semejante ropa cara, debe haber pelechado bastante en la vida, esta amiga me va a salvar”. Le di algo de dinero y se fue. No lo volví a ver.

— ¿Recuerda quién era esa mujer?

—Nunca la había visto, ya le dije, entró y sin explicar para qué había venido, se fue y no volvió.

— ¿Y la marca y color del auto?

—Era un Audi blanco.

Al salir Garmendia le pidió a Carmona que averiguara el historial de la señora Benítez.

— ¿Te parece necesario?

—Pensá que no siempre fue la esposa de un secretario de Comercio Exterior. Quiero que averigües lo que puedas de su pasado.

 

Siguieron preguntando a los vecinos del gitano, y otro repitió la historia de la gitana en un auto azul, que llevaba una rosa roja en el pelo y, agregó que la patente terminaba en 15, lo recordaba porque lo había jugado a la quínela y había acertado.  Investigaron y en casa de los Benítez no había un auto azul.

— ¿Tal vez lo pidió prestado a una amiga?

—Será mejor que lo averigües —respondió Garmendia— este caso se complica y sin embargo creo que la solución está frente a nosotros y no la vemos.

En el pasado de la señora Benítez, sólo hallaron su tiempo de actriz del under. Sus viejos compañeros la recordaban como una chica encantadora y muy buena actriz. Nada anormal.

Carmona llegó a la oficina de Garmendia con la novedad de que, en el entorno de la señora Benítez  nadie tenía un auto azul.

—Creo que estamos poniendo los ojos en la mujer equivocada. La gitana que iba a ver a Montoya a finales de mes, ¿Quién era? ¿A qué iba? A hacer el amor, no lo creo, en tan corto tiempo no se puede hacer nada. ¿Para qué visitarlo mensualmente? 

—Puede que fuera a pagar la cuota de un coche… —Garmendia no estaba convencido — o una deuda.

—O un chantaje —dijo Carmona.

El detective saltó de su silla y comenzó a dar vueltas.

—Eso me parece creíble y cercano a una verdad y al tipo de persona que era Montoya. ¿Pero dónde encontrar a esa  gitana?

—Hay que averiguar si hay comunidades gitanas o familias en la zona cercana a Pilar y si conocían a Montoya.

Mientras Carmona investigaba, Garmendia  volvió a la casa del gitano. Revisó cajones, estantes, ya la policía científica había pasado por todos los escondites, pero él esperaba encontrar algo, ese algo que le diera una pista.  Cuando ya desistía de su reconocimiento, comenzó a sacar unos diarios apilados en un estante y entre ellos, apareció un  álbum de fotos.  Varias fotografías habían sido quitadas, la cartulina más oscura demostraba que había sido recientemente. Se llevó el álbum.

No se había equivocado, los especialistas corroboraron su primera idea. Tal vez no tuviera que ver con el crimen, tal vez sí.

Varios días después Carmona trajo la novedad, ninguno de los gitanos de Pilar se conectaba con Montoya; pero, y eso sí fue una novedad: la madre de Soledad Benítez tenía un Ford fiesta azul y la patente terminaba en 15. La citaron.

Cecilia Sepúlveda se mostró sorprendida  al verse frente al detective. Tendría unos sesenta años, muy bien vestida y con una sonrisa simpática, lo contrario de su hija. Cecilia no entendía por qué  estaban interesados en  su coche. Presentó sobre la mesa de trabajo del detective los papeles de su auto.

—Como ve señor Garmendia tengo  los documentos de mi coche al día.

El detective sonrió.

—Señora no es mi intención controlar sus papeles, simplemente quiero preguntarle si usted fue alguna vez hasta Pilar a ver a un vendedor de autos usados, un tal  Montoya.

—No  hago viajes largos, solo me muevo en la capital.

— ¿Acostumbra a prestar su auto a alguna amiga?

—No. ¿Por qué tantas preguntas?

—Tenemos un caso policial y debemos investigar detalles, su auto, marca y color combina con el que estamos buscando. Nada más que eso. ¿Está segura que nunca prestó su coche?

—Sólo a mi hija cuando  lleva a lavar o al taller… el de ella.

La sonrisa de Cecilia Sepúlveda se convirtió en una mueca de hielo al decirlo, pareció arrepentirse.

—No se preocupe debemos estar equivocados —dijo Carmona mientras la acompañaba hasta la salida.

Al entrar, el detective  le dijo a su compañero:

—Vamos a ver a la señora Benítez.

La palidez de Soledad Benítez y sus ojeras le daban un aire fantasmal.

Los invitó a tomar asiento y escuchó  a Garmendia sin interrumpirlo. En un momento entró Vicente Benítez, saludó y quedó de pie, mientras Garmendia explicaba los pormenores del caso. Al terminar el detective, ella intentó hablar y la voz se le ahogó; fue el esposo quien dijo:

—Montoya fue pareja de mi esposa, él  era tan mala persona que ella lo abandonó y permaneció escondida en casa de una amiga por meses. Él la buscó, la consideraba su propiedad; en ese tiempo la conocí, la ayudé a cambiar su nombre y nos fuimos juntos,  yo estudiaba fuera del país. Habían pasado veinte años, cuando ese delincuente la encontró, no sé cómo consiguió nuestro número telefónico y comenzó a amenazarla con hacer públicas algunas fotos comprometedoras de aquellos años en que vivieron juntos. Mi esposa por temor a perjudicar mi carrera aceptó pagarle una cuota mensual exorbitante, hasta que ya no pudo más y le dijo que no  podía seguir así. Fue a verlo,  intentó llevarla a la cama, ella se negó y él la amenazó con una navaja…

Soledad hizo un gesto con la mano para que callara, se puso de pie y dijo:

—Quiso seducirme, me arrancó la rosa que llevaba en el pelo,  me negué a sus requerimientos y se ofendió, sacó una navaja y me amenazó, en el forcejeo él mismo se clavó el arma, al caer al suelo y me pidió ayuda, y yo salí corriendo, lo dejé herido y escapé. Mi crimen fue abandonarlo, tenía tanto miedo que temblaba, no sé cómo llegué a mi casa sin tener un accidente y  manejando en esas condiciones por la ruta.

--Murió desangrado….—dijo Garmendia.

Soledad no pudo evitar el llanto.

—¿Se vestía de gitana? —Preguntó Carmona.

—Sí, era una forma de que algún vecino de Montoya,  pensara que era un familiar o una amiga.

En la cabeza de Garmendia las ideas batallaban con su conciencia. Este era uno de esos casos en que el detective no quería proceder según marcaba la ley. Pero no podía hacer otra cosa, estaba seguro que la señora Benitez saldría libre, pero él no era juez, ni fiscal, sólo le dijo:

—Señora Benítez lo siento, un juez debe analizar su caso,  pero yo  debo cumplir con mi deber y detenerla.

Esa noche mientras cenaba solo en su casa, recordaba la cara de angustia de la señora Benitez y se arrepentía de ser tan fiel a su deber.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 12 de junio de 2024

El corazoncito de Garmendia.

 

 

 

El inspector Pedro Garmendia bebía su café frente a la ventana  del bar. El ir y venir de la gente en la calle, era incesante, todos apurados, a cualquier hora del día, la Av. Corrientes era un río humano.

Aburrido, observó el bar, era antiguo, llevaba años siempre igual, sólo recibía una nueva pintada cada tanto, pero las mesas y sillas eran las mismas de aquellos tiempos en que desayunaba con Cardona, aquel ayudante, que se fue a vivir a Uruguay porque se cansó de crímenes y robos. Llegaban antes de ir a la oficina del destacamento. En este bar la había conocido a Luciana. ¿Cuántos años habían pasado? Casi treinta años, veintisiete para ser exactos.

         Luciana era bonita y era punga, tenía un arte único para robar sin que el agredido se diera cuenta.

“Fue un sábado, él estaba en la misma mesa en la que hoy, bebía su café, ella entró con un hombre mayor, se sentaron y pidieron café, hablaban, ella sonreía pero cada vez que el tipo intentaba tomarle la mano, sutilmente la retiraba. Él tipo llamó al mozo para pagar  y como tardaba se levantó para ir al baño, dejó la billetera sobre la mesa, rápidamente ella, sacó plata, la volvió a dejar y se fue apurada. Garmendia fue detrás, ella camino varias cuadras y se detuvo en el semáforo y Garmendia la alcanzó. La tomó del brazo y le dijo:

—Que linda punguista, vamos de vuelta al bar.

—¡¡¿Puta madre, me tenía que ver un cana…?!!

La cara de Luciana cambió de color entre la rabia y la vergüenza, sin responder, volvieron al bar, el tipo ya no estaba. Se sentaron. Pedro pidió dos cafés, ella agregó.

—Café con leche y tres medialunas.

Garmendia no dijo nada, la miraba comer, comprendió que tenía hambre. Cuando ella terminó con la última miguita del plato, le preguntó:

—¿Por qué robas?

—Es el único oficio que aprendí, mi padre y mis hermanos son punguistas, así que al terminar la secundaria busqué trabajo y tuve la mala suerte de encontrar siempre Casanovas, que buscaban levantarme como a una loca cualquiera. Igual que el viejo de hoy, ese solo buscaba llevarme al hotel, le dije que había estado buscando trabajo todo el día y necesitaba tomar algo caliente, le pedí masitas con el café y me las negó, café y gracias me dijo, según cómo te portes en la cama te llevo a cenar.

Apretó los labios con rabia, Garmendia no hablaba, era bonita, pero había mucha tristeza en  sus ojos.

—¿Me vas a encanar? —preguntó ella, con cara de laucha asustada.

—No.

Luciana se levantó y antes de que él se arrepienta de lo que había dicho, salió a la calle y se perdió por Corrientes. Por esas cosas de la vida, volvieron a encontrarse, casualidad o causalidad después de tantos encuentros terminaron  en el departamento de Garmendia. La relación duró  casi tres años, parecía que todo andaba sobre rieles, ella era dulce y cariñosa y Garmendia se estaba enamorando con la simpleza  de un tipo que creía haber encontrado en ella el verdadero amor, se entendían hasta en los pequeños detalles. Un día al volver del trabajo sucedió lo que Garmendia nunca hubiera esperado;  menos los muebles se había llevado todo.

No pudo hacerlo sola —se dijo— debió tener ayuda de una o dos personas, seguramente su padre y su hermano. No hizo la denuncia. La rabia  y el dolor fueron convirtiendo su amor en odio. La buscó por todos los lados posibles, esos en los que se reúnen los pungas, los bares del bajo, la villa 31, nadie la conocía o la ocultaban, fue inútil. Desapareció como si la hubiera tragado la tierra. Los años fueron calmando la bronca y la desilusión, pero nunca logró olvidarla. Fue el amor-odio de su vida, más amor que odio.”

Volvió al presente del viejo bar, pidió otro café y mientras esperaba, su mirada fue registrando al gentío que caminaba por la calle, entonces, la vio, ¿era una aparición o era ella en verdad? ¡Era Luciana! Habían pasado tantos años, estaba hermosa, madura y hermosa. Un dolor en el pecho activo aquellos momentos vividos, la vida en común, el abandono, la tristeza. Luciana iba acompañada por un tipo elegante, ella también llevaba buena pilcha, se detuvieron casi frente al bar, él la abrazó, le susurraba cosas al oído, y ella sonreía y con una delicadeza encantadora y simulando que le acariciaba la cola, le metió la mano en el bolsillo de atrás del pantalón, saco la billetera y con un arte natural se la guardó en su bolso. Garmendia se largó a reír al momento que llegaba el mozo con el café.

—¿Qué pasa Míster, que se ríe con tantas ganas? —le preguntó.

—Me río de mi mismo, tantos años con una ilusión y en un instante se hizo pedazos, soy un infeliz, por eso me reía.