El
inspector Pedro Garmendia bebía su café frente a la ventana del bar. El
ir y venir de la gente en la calle, era incesante, todos apurados, a cualquier
hora del día, la Av. Corrientes era un río humano.
Aburrido,
observó el bar, era antiguo, llevaba años siempre igual, sólo recibía una nueva
pintada cada tanto, pero las mesas y sillas eran las mismas de aquellos tiempos
en que desayunaba con Cardona, aquel ayudante, que se fue a vivir a Uruguay
porque se cansó de crímenes y robos. Llegaban antes de ir a la oficina del
destacamento. En este bar la había conocido a Luciana. ¿Cuántos años habían
pasado? Casi treinta años, veintisiete para ser exactos.
Luciana era bonita y era punga, tenía un arte único
para robar sin que el agredido se diera cuenta.
“Fue
un sábado, él estaba en la misma mesa en la que hoy, bebía su café, ella entró
con un hombre mayor, se sentaron y pidieron café, hablaban, ella sonreía pero
cada vez que el tipo intentaba tomarle la mano, sutilmente la retiraba. Él tipo
llamó al mozo para pagar y como tardaba se levantó para ir al baño, dejó
la billetera sobre la mesa, rápidamente ella, sacó plata, la volvió a dejar y
se fue apurada. Garmendia fue detrás, ella camino varias cuadras y se detuvo en
el semáforo y Garmendia la alcanzó. La tomó del brazo y le dijo:
—Que
linda punguista, vamos de vuelta al bar.
—¡¡¿Puta
madre, me tenía que ver un cana…?!!
La
cara de Luciana cambió de color entre la rabia y la vergüenza, sin responder,
volvieron al bar, el tipo ya no estaba. Se sentaron. Pedro pidió dos cafés,
ella agregó.
—Café
con leche y tres medialunas.
Garmendia
no dijo nada, la miraba comer, comprendió que tenía hambre. Cuando ella terminó
con la última miguita del plato, le preguntó:
—¿Por
qué robas?
—Es
el único oficio que aprendí, mi padre y mis hermanos son punguistas, así que al
terminar la secundaria busqué trabajo y tuve la mala suerte de encontrar
siempre Casanovas, que buscaban levantarme como a una loca cualquiera. Igual
que el viejo de hoy, ese solo buscaba llevarme al hotel, le dije que había
estado buscando trabajo todo el día y necesitaba tomar algo caliente, le pedí
masitas con el café y me las negó, café y gracias me dijo, según cómo te portes
en la cama te llevo a cenar.
Apretó
los labios con rabia, Garmendia no hablaba, era bonita, pero había mucha
tristeza en sus ojos.
—¿Me
vas a encanar? —preguntó ella, con cara de laucha asustada.
—No.
Luciana
se levantó y antes de que él se arrepienta de lo que había dicho, salió a la
calle y se perdió por Corrientes. Por esas cosas de la vida, volvieron a
encontrarse, casualidad o causalidad después de tantos encuentros terminaron
en el departamento de Garmendia. La relación duró casi tres años,
parecía que todo andaba sobre rieles, ella era dulce y cariñosa y Garmendia se
estaba enamorando con la simpleza de un tipo que creía haber encontrado
en ella el verdadero amor, se entendían hasta en los pequeños detalles. Un día
al volver del trabajo sucedió lo que Garmendia nunca hubiera esperado;
menos los muebles se había llevado todo.
No
pudo hacerlo sola —se dijo— debió tener ayuda de una o dos personas,
seguramente su padre y su hermano. No hizo la denuncia. La rabia y el
dolor fueron convirtiendo su amor en odio. La buscó por todos los lados
posibles, esos en los que se reúnen los pungas, los bares del bajo, la villa
31, nadie la conocía o la ocultaban, fue inútil. Desapareció como si la hubiera
tragado la tierra. Los años fueron calmando la bronca y la desilusión, pero
nunca logró olvidarla. Fue el amor-odio de su vida, más amor que odio.”
Volvió
al presente del viejo bar, pidió otro café y mientras esperaba, su mirada fue
registrando al gentío que caminaba por la calle, entonces, la vio, ¿era una
aparición o era ella en verdad? ¡Era Luciana! Habían pasado tantos años, estaba
hermosa, madura y hermosa. Un dolor en el pecho activo aquellos momentos
vividos, la vida en común, el abandono, la tristeza. Luciana iba acompañada por
un tipo elegante, ella también llevaba buena pilcha, se detuvieron casi frente
al bar, él la abrazó, le susurraba cosas al oído, y ella sonreía y con una
delicadeza encantadora y simulando que le acariciaba la cola, le metió la mano
en el bolsillo de atrás del pantalón, saco la billetera y con un arte natural
se la guardó en su bolso. Garmendia se largó a reír al momento que llegaba el
mozo con el café.
—¿Qué
pasa Míster, que se ríe con tantas ganas? —le preguntó.
—Me
río de mi mismo, tantos años con una ilusión y en un instante se hizo pedazos,
soy un infeliz, por eso me reía.
¡Luciana!, que personaje. Lo bueno es que a Garmendia quizas no le falten otros amores que aparezcan fugazmente. Algun error cometera Luciana y Garmendia volvera a atraparla... o quizas no
ResponderEliminarAmores ha tenido Garmendia, pero Luciana se lleva los laureles de ser inolvidable. Gracias José por tu visita.
EliminarAbrazo en la distancia.
Regreso Garmendia, ya lo extrañaba! volvio envuelto en una mezcla de nostalgia y desencanto ante la realidad de la vida. Me gusta que se rie de su propia desilusion.
ResponderEliminarUn besito
Pobre Garmendia se enamoro de la mujer equivocada, y a pesar de los años la guardaba en su corazòn con una esperanza firme. Gracias Hadita.
Eliminarmariarosa
ME ENCANTAS BELLA MUJER ARGENTINA
ResponderEliminarTe agradezco Mucha.
EliminarSaludos.
Hola Mariarosa!
ResponderEliminarCompatriota, y compañera de letras.
Paso a darte las gracias por tu visita a mi blog, y me vine a ver qué había en tu espacio.
Me gustó mucho leerte,. ameno y dinámico tu relato!
Un abrazo.
Hola Luna, agradecida por tu visita y me alegro que te haya gustado.
EliminarAbrazo.
Hola Mariarosa, te deje comentario el otro día y no salió, quizás se fue a spam. Me gustan mucho las historias de Garmendia, aunque en esta su corazón
ResponderEliminarlo llevó por mal camino.
Abrazo!
Garmendia no será el único desilusionado.
ResponderEliminarUn abrazo.