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jueves, 17 de julio de 2025

El caso de la señora Ponce.


 

 

 

El inspector Garmendia recorría la cocina de la familia Ponce, observaba con atención a Eugenia, la secretaria, que entre lágrimas relataba lo sucedido.  

—Llegué a las ocho como todos los días, la encontré dormida y la dejé descansar, tiene la costumbre de tomar varias pastillas para dormir —se secó los ojos, continuó relatando entre suspiros—. Regresé a las diez, estaba en la misma posición, le hablé, comprendí que no me oía. Algo raro estaba pasando: llamé al doctor.

    — ¿Cuál fue el diagnóstico? —inquirió Garmendia.

    —Paro cardíaco —al decir esto se largó a llorar, era tan delgada y menuda que su cuerpo se agitaba como una rama al viento.

La dejó desahogarse, luego insistió:

    — ¿Había tenido algún disgusto?

    —No sé, no me comentó nada. Ayer la vi cenando sola, le pregunté si necesitaba algo más, respondió que no y me marché. Parecía muy tranquila.

    —¿Sabe si tenía enemigos, problemas familiares?

    —Enemigos no, sólo que siempre discutía con su hijastra Silvina, eso la ponía de mal humor.

    — ¿La chica vive aquí?

    —A veces sí, otras con sus amigas y cuando se le termina el dinero; regresa. No estudia ni trabaja.

    — ¿Ese era el motivo de las peleas?

    —Sí, la señora le decía que era una gitana.

Se abrió la puerta y entró una joven como una ráfaga. Vestía con elegancia, sus ojeras oscuras le daban aire de agotamiento, pero no le quitaban belleza.

    — ¿Qué sucedió? ¿Qué le pasó a Marcela? —preguntó mirando a Eugenia.

    —Esta mañana la encontré muerta. El inspector Garmendia —dijo señalándolo — está investigando.

    — ¿Investigando? —miró de arriba abajo la flaca figura del inspector.

    —Pura rutina señorita.

La joven salió. Al regresar, su cara lucía una palidez extrema, Garmendia le pidió hablar a solas, se dirigieron a la biblioteca.      

—Señorita Ponce…

— Me llamo Silvina.

—Silvina, la señora tiene marcas en los brazos, parecen quemaduras.

— Ella es artista plástica, suele soldar metales.

— ¡Ah!  ¡Puede ser!  Necesito los datos de la señora –dijo Garmendia.

Quedaron solos en la biblioteca.

 

Días después el inspector regresó a la casa de los Ponce, acompañado por Carmona, su ayudante. Eugenia abrió la puerta y en un tono nada amable dijo:.

    — ¿Otra vez, ¿qué necesita?

    —La extrañaba a usted —respondió con una sonrisa pícara, notando que no era bienvenido— ¿Sigue trabajando?

    —Silvina me pidió que ponga en orden los papeles de la señora —los acompañó al living. Era tan frío su trato que Garmendia confirmó que su presencia y Carmona no eran apreciadas por la secretaria.

    — ¿Por qué? ¿Hay desorden?

    —Cuentas que pagar, y poner al día los libros. ¿Qué necesitan?

    —Si nos permite recorrer la casa. No la vamos a molestar.

    —Voy a llamar a Silvina y consulte con ella —se alejó moviendo su pequeña silueta con desenvoltura. Al entrar la señorita Ponce, le sonrió con tristeza y lo acompañó, hablaba tratando de desahogarse:

    —Me siento mal. Estoy arrepentida de todas las perrerías que le hice a Marcela. Creí que se había casado con mi padre por interés, tenían tanta diferencia de edad. Pero el abogado Galindez me dijo que ella había puesto el setenta por ciento de la herencia a mi nombre.

— ¿Quién es Galindez?

—El abogado de Marcela, primero lo fue de mi padre, luego de mi madrastra.

Recorrieron las habitaciones, llegaron al baño, era amplio, canastos blancos de varios tamaños, le daban un aspecto muy sobre cargado, Carmona curioseaba todos los rincones.  

— ¿Busca algo? —preguntó Silvina.

—No sé. ¿Notó algún cambio?

—No.

—Si nota algo infrecuente nos avisa.

—Inspector, me resulta rara su actitud. ¿Qué sospecha?

—Señorita no sospecho, su madrastra fue asesinada. Las quemaduras en sus brazos y manos no son producto de una soldadura.

Los ojos de Silvina se abrieron y su cara adoptó un gesto de asombro.

—Por eso le pido que me avise si nota algo diferente —. Garmendia notó sinceridad en la muchacha—. Estamos investigando a todos los de la casa.

 — ¿A mí también? —preguntó la joven.

—Sí, a usted también.

—Pero mi madrastra era una mujer sin enemigos.

—Usted la creía su enemiga —exclamó el inspector.

—Es cierto, pero yo no sería capaz de asesinarla.

—No lo sé —respondió Garmendia con una sonrisa.

Siguieron recorriendo la vivienda, el inspector preguntaba detalles que Silvina respondía con seguridad. En un momento Garmendia descubrió que la secretaria los vigilaba. ¿Trataba de de escuchar lo que conversaban?

Regresaron a la oficina con registros bancarios y documentos importantes de la señora Ponce.

Fue Carmona quien investigando la cuenta bancaria, descubrió un faltante de tres millones de pesos, que habían sido retirados días antes de su muerte.  

Garmendia regresó a la casa de los Ponce para hablar con Eugenia, ella lo hizo pasar y le ofreció una silla y quedó de pie frente a él, con los brazos cruzados. observándolo con fastidio.

—Hace pocos días, de la cuenta de la señora Ponce retiraron una cantidad importante de dinero. ¿Lo sabía?

 —Si, la señora hizo el cheque, lo cobré y le entregué el dinero, no sé más.

 — ¿Siendo su secretaria, no estaba informada, no preguntó?

 —No, no me correspondía. Siempre realizaba lo que la señora me pedía sin preguntar.

La oficina era un salón pequeño, sin ventanas y con muchos estantes cargados de carpetas y libros. Eugenia respondía con las justas y necesarias palabras. Viendo que no lograba nada importante, el inspector se despidió. Al salir recibió un llamado de Perrucho, el forense del caso Ponce, el informe que le dio lo sorprendió.

Una hora más tarde, lo llamó Silvina Ponce:

—Lo invito a tomar un café, quiero que hablemos.

Se encontraron en un bar cercano a la seccional. El detective llegó primero, pidió un café y se sentó cerca de la ventana para verla llegar. Silvina fue puntual. Luego de escucharla, comprendió que la sospecha de Perrucho, el forense estaba tomando forma.

—Creo que la madeja se está desenredando solita —dijo el inspector.

— ¿Qué quiere decir? —Silvina lo miraba sin entender.

—Por ahora vamos encontrando, el cómo, pero me falta saber ¿Quién y por qué?

La joven lo miró esperando que dijera algo más y Garmendia guardó silencio.

Se despidieron, Silvina quedó inquieta al darse cuenta que no confiaba en ella, era claro que el inspector estaba escondiendo una carta importante. Él permaneció en la vereda mirándola partir, era bonita, su cabello rojizo y suelto atraía las miradas de los hombres que pasaban cerca. Garmendia no la creía capaz de un crimen, pero…

 

Al llegar a la morgue fue directo a la oficina de Perucho, lo encontró ordenando unos papeles que terminaba de imprimir.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Trato de poner orden en este caos.

La oficina era un cuadrado de dos por dos, con un escritorio, computadora, una vieja impresora y dos sillas desvencijadas, las paredes manchadas de humedad le daban aspecto de abandono. Garmendia tomó asiento y el perito le dijo:

—La señora tiene pequeñas quemaduras generadas por el paso de corriente eléctrica  

—¿Cómo se originaron?

—Eso no lo sé, es tu campo de investigación. Cuando la piel entra en contacto con una fuerza eléctrica, la energía se transforma en calor y quema la superficie dañando los tejidos localizados bajo la piel. Una persona mojada, puede o no, sufrir quemaduras, lo que sí sufre; es un paro cardiaco que si no se atiende rápidamente lleva a la muerte.

—¿Pudo ser provocado? —el inspector miraba al forense con ansiedad.

—Puede ser que sí, hay que averiguar, cuál fue el detonante.

Garmendia abandonó la oficina de Perrucho. En la calle el aire fresco pareció serenarlo, le dolía la cabeza, cada paso de la investigación agregaba un nudo más difícil de deshacer.

Decidió que le convenía visitar a Galindez, el abogado de la señora Ponce.  Descubrió que al letrado no le caía bien la señorita Eugenia.

—¿Qué opinión tiene de la secretaria?

—Ella es una chica sin ningún detalle especial, un tanto soberbia. 

—¿Le puedo preguntar por qué no le gusta la secretaria?

—¿Se nota? —preguntó con una sonrisa burlona.

—Sí.

—Se tomaba atribuciones, no sé que más decirle, me cae mal y punto.

— ¿Qué tipo de atribuciones se tomaba?

—A veces yo llamaba para hablar con mi cliente y me decía que no me podía atender, cuando se lo preguntaba a Marcela, no le había avisado de mi llamada.

—¿Sabe algo de un faltante de tres millones de pesos, de la cuenta de la señora?

—Marcela tenía su cuenta, no me consultaba sobre sus fondos particulares. Yo me ocupaba de la renta que recibía mensualmente, hacía inversiones, que consultaba con ella.

— ¿Quién pudo odiarla hasta causarle la muerte?  —preguntó el inspector.

—No lo sé, era una buena persona.

Mientras hablaban sonó el celular de Garmendia, escuchó y sólo dijo:

—En media hora voy para allá.

Se despidió y mientras manejaba rumbo a la casa de los Ponce, pensaba: “Esto se está complicando”.  

Al llegar lo recibió la secretaria.

—Inspector, falta una obra de la colección que estaba en del depósito.

Bajaron al sótano, era un amplio salón, rodeado de estantes con obras en exposición y otras embaladas, le mostró la pieza en los catálogos.

—Es pequeña, pero de gran valor —se notaba que Eugenia estaba nerviosa— iba a ser expuesta en la bienal de Roma el año entrante. Era una de las preferidas de la señora Marcela.

—¿Cómo entraron los ladrones?

—No lo sé, había dos llaves, una la tenía la señora, la otra estaba guardada en su escritorio, es la que usé para entrar, y las ventanas que comunican con el exterior son pequeñas están a ras de la calle y tienen rejas.

—¿Puede ser que hayan robado el día que la mataron?

—Tal vez, no sé qué decirle.

—Será mejor que cierre con llave nuevamente, hasta que vengan los peritos de la científica a tomar huellas y a investigar. ¿Puedo pasar al cuarto de la señora?

Eugenia lo acompañó, lo dejó solo, el inspector halló un mueble cerrado con llave, con una ganzúa lo abrió. Encontró cartas, al leerlas su cara iba cambiando de expresión. Las guardó en el bolsillo interno de su saco. Fue a la oficina de Eugenia y se despidió, ya en la calle, respiro hondo, estaba confundido, sospechaba de todos. Se quedó en su coche ya era tarde, de un momento a otro la secretaria debía retirarse. La espero. Media hora después ella salió, subió a su coche y partió. Él la siguió a corta distancia. Eugenia se detuvo en un restorán, entró. Garmendia espero unos segundos, ingresó y se sentó en un rincón apartado, podía observa sin ser visto. Eugenia hablaba con un joven, discutían.  Garmendia no lograba oír la acalorada conversación. Con su celular los fotografió. Ellos se retiraron, ya en la calle él la tomó por los hombros, intentaba calmarla, subieron al coche de ella y se fueron.

Al día siguiente, el inspector averiguó con el abogado Galindez quién era el joven al que había fotografiado. Resultó ser Iván, el hermano de Eugenia.

Las cartas encontradas, demostraban que entre Ivan y la señora Ponce, había existido una relación amorosa. La diferencia de edad no fue una imposibilidad con solo leer las esquelas se comprobaba una fuerte pasión entre ellos.

 

Los informes forenses trajeron luz sobre las quemaduras en el cuerpo.

La señora Marcela Ponce había fallecido por un infarto producido por una descarga eléctrica, Los peritos descubrieron que estando en la bañera, hubo un cortocircuito al encender el hidromasaje. La descarga la mató y eso produjo las quemaduras.  La falla en el sistema eléctrico no fue casual, fue preparado. Seguramente por el mismo que retiro el cuerpo, lo secó, lo vistió y lo llevó a la cama.

Garmendia tenía en la mira a Silvina, Eugenia e Iván. Tal vez los tres habían participado en el crimen, una corazonada le decía que eran dos, ¿Pero quienes?   

Los tres fueron detenidos. Antes de que llegaran sus abogados, el inspector atacó. Les tomó declaración por separado. Trataría de que creyeran que entre ellos se acusaban, el truco era viejo, pero siempre daba buen resultado con el más torpe. Comenzó por Eugenia, la más débil.

 

Como era de imaginar durante el interrogatorio la secretaria, lloró a moco tendido, en un rincón Carmona observaba en silencio.

—¿Sabía el destino del dinero que sacó del banco? —preguntó el inspector.

—Ya le dije que no.

—Su hermano dice que sí, que usted le entregó el sobre y que sabía del chantaje.

—¡Miente! Eso me lo contó él unos días después cuando descubrí lo que habían hecho, él y su novia.

—¿Quién es la novia? - intervino Carmona.

—Ustedes lo sabe muy bien, se acostaba con las dos. Con Silvina y con la señora Ponce.

—¿Por qué no lo dijo antes? Lo encubrió – Carmona la miraba fijo, acusándola con la mirada.

—No lo encubrí. Sospechaba, pero no tenía pruebas ya le dije, mi hermano me lo contó varios días después.

—¿Cuándo? ¿La noche que se encontraron en el restorán?

Los ojos de Eugenia se abrieron.

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

Garmendia le acercó el celular con las fotos. La joven se largó a llorar nuevamente. El inspector consideró que era demasiado estúpida para estar metida en el crimen.

 

Con Silvina la cosa fue distinta, no lloraba, guardaba silencio.

—¿Sabía del chantaje a su madrastra?

—No.

—Cómo que no, Iván dice que lo organizaron juntos -exclamó Carmona.

—Él puede decir lo que quiera.

—Cuando me llamó para decirme que el sistema de hidromasaje de la bañera no funcionaba ¿Qué quiso demostrar, ¿qué era inocente?

—…….

—Iván declaró que usted y él fueron socios en el crimen.

—No voy a hablar sin mi abogado.

—Los peritos encontraron sus huellas y las de Iván en el sótano. ¿Dónde está la obra robada?

—Es lógico que mis huellas estén en las piezas, ayudaba a mi madrastra en el embalaje y traslado y me encargaba de tenerlas protegidas del polvo.

Quedó en silencio.

Garmendia comprendió que Silvina no iba a hablar, demostraba demasiada seguridad y la dejó tranquila. Carmona quedó afuera mirando el interrogatorio.

Con Iván fue diferente, el joven sacaba a Garmendia de las casillas.

—¿Dónde están las fotos con las que chantajeaba a la señora Ponce?

—No sé de qué habla.

—Marcela Ponce le entregó dinero para que se callara la boca sobre la relación que mantenían y para que le entregará los negativos y las fotos comprometedoras.

—No sé de qué habla —Iván lo miraba burlón, se lo notaba muy seguro.

—La señorita Ponce declaró que todo fue urdido entre Eugenia y usted.

—Miente —al decir esto dirigió al inspector un gesto sobrador, este sintió deseos de golpearlo, pero se contuvo.

 —El que miente es usted. Todo está en su contra, escribió las cartas, no lo puede negar, un perito calígrafo lo descubrirá. La secretaria era la única que sabía todos los pasos de la señora Ponce. ¡Eugenia y usted diseñaron el crimen! —la voz de Garmendia se elevó intentando provocarlo— ¡Los hermanitos asesinos!

Iván perdió los estribos.

    —Mi hermana es demasiado estúpida para planear semejante trabajo.

 Al decir esto, comprendió que se había delatado. Ciertamente las huellas de Iván en el sótano lo terminaron de inculpar.

 

Iván había chantajeado a Marcela Ponce con fotos secretas de sus momentos de pasión, le pidió dinero, que ella entregó con tal de evitar un escándalo. Las cartas del chantaje y las de amor estaban juntas en el mueble de su dormitorio.

No conforme con ese dinero, pensó en robar la obra de mayor valor. Pero ¿Por qué la asesino? Si ya había conseguido más de lo imaginado. Iván y Silvina quedaron incomunicados.

En el peritaje se demostró que un cable fue conectado desde el motor del hidromasaje, al caño del agua, así realizaron el crimen, el líquido, perfecto conductor de electricidad fue el medio.

A Iván lo acusaban sus huellas en el sótano, las cartas en las que exigía dinero a Marcela, pero Silvina y Eugenia no tenían nada que las acusara. ¿Había otro implicado? Iván solo no pudo idear tantos finos detalles, comentó Carmona.

Las fotos del chantaje no aparecían. Registraron el departamento de Iván y nada encontraron, las acusadas no las tenían. Iván aparentaba estar muy tranquilo, sabía que, sin las fotos, sólo   lo acusarían por el robo de la pieza de arte. Un buen abogado podría encontrar una salida para las cartas y otra prueba no había que lo incriminara. Un importante estudio tomó su caso, imposible que el joven pudiera solventar sus honorarios y allí el detective comenzó a sospechar que estaba equivocando de camino. Una idea cruzó como un reflejo, había que cambiar la investigación.  Con Carmona, y una orden de allanamiento se presentó en el estudio del abogado Galindez. Al ver al inspector y al ayudante el abogado los recibió sonriente.

—Hola, pasen y tomen asiento, ¿hay novedades?

—Sí y muy importantes.

—Lo escucho —El abogado encendió un cigarrillo y se reclinó en su silla.

—Tenemos una orden para registrar su oficina y abrir su caja fuerte —Galíndez se incorporó, su cara había enrojecido.

—¿Con qué derecho? —Elevó la voz— ¿Y por qué?

—Uno de los detenidos ha mencionado su participación en el crimen.

—¡Ustedes están locos! ¿Quién me puede incriminar? Marcela fue mi amor durante años, yo nunca le hubiera causado daño… siempre la amé.

—Lo sabemos.

—¿Lo saben…? ¿Qué saben? Ustedes, le creen a ese infeliz de Iván, a ese estúpido —al decir esto se puso de pie y comenzó a dar vueltas, se acercó al escritorio y golpeándolo, vociferó— ¡No tienen ningún derecho de registrar! ¡Fuera de aquí!

El ayudante de Garmendia salió de la oficina. El detective manteniéndose calmo le dijo:

—Yo no he dicho que fue Iván quien lo incrimino. ¿Por qué dice que fue él?

—No sé… creí entender que Iván me había culpado de algo —El abogado se iba serenando. Carmona y varios policías entraron con la orden de allanamiento y comenzaron a revisar el estudio. Galíndez se desplomó nuevamente en la silla.

En la caja fuerte estaban las fotos. Al verse descubierto, se cubrió la cara con las manos, era un hombre vencido. Al fin habló:

“Durante años fui amante de Marcela, aún en vida de su esposo, ella me dejó por Iván, fue un golpe a mi hombría, un chiquilín me había robado a mi mujer, estallé de celos. Rogué, supliqué, pero Marcela estaba deslumbrada por ese pendejo y su juventud, no quiso regresar conmigo. Me tomé el tiempo necesario y gané la confianza de Iván, sospeché que lo único que él buscaba era su dinero, no me equivoqué.  Comprendí que sería fácil vengarme y sin mover un dedo, el trabajo sucio lo realizaría Iván. Lo motivé con la idea de que realizará las fotos y el chantaje. Le aseguré que la herencia de los Ponce, era de Silvina. Iván es muy torpe y cuando se trata de dinero se ciega, quería todo el dinero de las dos. Entendió que para conseguir a Silvina debía sacar del medio a Marcela y cuando le sugerí como matarla, ni siquiera dudo, hasta le pareció divertido. Era el mejor camino para sacarse de encima a su amante y quedarse con Silvina y su fortuna. La obra robada fue simplemente un despiste, para que creyeran que fue un ladrón ocasional. Está guardada en una casilla de correo.

Lo llevaron esposado. Salió con la cabeza gacha y con un peso en los hombros que parecía cargar el mundo sobre ellos.

 

 

 

 

1 comentario:

  1. Bueno, bueno, Maria Rosa, amiga, que capi atrapante; escribiste una novela negra apasionante de principio a fin! es un policial clasico. Los personajes estan bien construidos, el crimen tiene multiples capas y el final no es previsible. Chapeau, señora escritora!

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