Seguidores

lunes, 22 de enero de 2024

La muerte del pintor.


La mujer policía, me tomó del brazo y dijo con voz ronca:

—Vamos a dar un paseo,  Martínez.

Pasamos a una oficina, ella firmó algunos  papeles, me esposó y salimos. Se nos acercó una agente de civil, subimos con ella  a un móvil policial y vi que otro nos seguía de cerca. El día radiante me abrazó y el calor del sol me besó en la cara.

La calle era una marea de personas y árboles que caminaban apurados, tal vez de pura costumbre  y bocinazos, muchos bocinazos.

Llegamos a una casa antigua. La policía  no me soltaba el brazo, cruzamos  un pasillo de baldosas acanaladas, tan viejas que el  color se había fugado con los años y el sol.

Entramos a  un salón amplio, un escalofrío me recorrió la espalda, dos señores y una mujer nos esperaban. Uno de ellos se adelantó, destacando su  figura imponente.

—Soy el fiscal Malabia  —dijo.

Señaló a la mujer y al otro hombre.

—La doctora French,  y el detective Garmendia.

Ellos no hablaron, ni  sonrieron,  recibí de sus ojos  una caricia fría como un témpano.

—¿Reconoce la casa Martínez? —preguntó el detective, un tic en el ojo derecho le daba un gesto burlón.

Negué con la cabeza. La policía  que me llevaba del brazo me soltó, pero no me quitó las esposas. El fiscal me dijo  que recorriera la casa. Atravesé una puerta, era la cocina.  Había desorden,  platos con restos de comida en la pileta. La mesada cubierta de servilletas y botellas.

—¿Qué le parece? —preguntó la doctora French.

—Me da asco —respondí.

Intenté salir y el fiscal cerraba con su amplia figura la puerta. Se corrió.

Subí al primer piso, ellos detrás.  Entré  a un dormitorio.

—Observe  Martínez —dijo French— ¿Reconoce algo?

Garmendia  no me quitaba los ojos de encima.

Al piso de madera lo cubría un polvo gris y sobre la cómoda una sucesión de frascos se amontonaba sin orden. La cama deshecha  dejaba imaginar que alguien había vivido una pesadilla entre sus sábanas, una almohada asomaba por debajo del lecho. En la pared de la cabecera, la pintura de una mujer  desnuda, recostada en un sillón,  sonreía,  ofreciendo  su morena belleza a los ojos de los visitantes. A un costado, otro desnudo, esta vez  una mujer rubia, de espaldas y  junto a una ventana.

—Esa mujer es usted Martínez. —afirmó el fiscal señalando la segunda pintura.

Lo miré incómoda  y pregunté fastidiada:

—¿Qué dice?

—Esa pintura de la mujer frente a la ventana; es usted.

—Esa no soy yo. ¿Usted me vio alguna vez desnuda y de espalda,  para afirmar que soy yo?

Las policías sonrieron y Garmendia miró para otro lado. La doctora French exclamó:

—No sea  soberbia Martínez que no está en posición de serlo. Esa mujer tiene su altura,  el mismo corte y color de cabello  y la contextura física es igual y no se olvide de que uno de los vecinos la vio entrar  en el mismo horario que los forenses calculan la muerte de Petriel.

Volví a mirar detenidamente el cuadro.

—Doctora, esa mujer tiene caderas más  redondeadas que las mías, digamos que hasta tiene algunos kilos más y hay otro detalle…

Hice silencio para crear expectativa. Todos me miraron.

—Yo no sé quién era Hans Petriel, lo conocía de vista ya que vivo a dos casas de aquí.  Por lo que puedo observar era muy buen pintor.  La rosa en el pelo de la mujer morena es tan real que se reconoce el terciopelo de los pétalos. ¿Usted cree que un pintor tan observador dejaría olvidado un detalle importante?   

—¿Qué quiere decir? —exclamó el fiscal que  comenzaba a moverse muy inquieto.

—Debajo de mi cintura del lado derecho tengo dos lunares muy  visibles… ¿Si yo soy esa mujer, por qué Hans Petriel no los pintó? Ustedes se han dejado llevar por el comentario de un viejo aburrido que vive imaginando  y hablando mal del vecindario. Nunca he tenido trato con el señor de esta casa, ni sé quién lo mató.

La doctora French se acercó, me levantó la camisa y bajó la cintura del pantalón. Como dos monedas  pequeñas, aparecieron los lunares.

 

Días después el detective Garmendia pidió hablar conmigo en la hora de visita. Me recibió en una pequeña oficina, sentado frente a un escritorio, jugaba con una lapicera, me dijo:

—Va a quedar en libertad señorita Martínez, no tenemos pruebas en su contra, sólo las palabras del anciano. El fiscal comprobó que a la hora en que él la vio entrar; ya era de noche y que el hombre  tiene mala visión. Cualquier abogado defensor tiraría nuestra hipótesis por el suelo. Va a quedar libre  Martínez, pero un pálpito me dice que fue usted. La delató su gesto al mirar la cama en desorden, su cara se crispó y volvió a hacerlo al mirar la pintura de la cabecera, usted sabia que esa mujer morena era la esposa de Petriel —se puso de pie y dijo— No me voy a quedar tranquilo, siempre alguna prueba surge en el lugar menos esperado;  ese día iré a buscarla, estoy  seguro de que fue usted.

No dijo una palabra más, su ojo derecho me saludó con su guiño burlón y se fue.

Dos semanas más tarde regresé a mi  hogar.

La casa me resultaba enorme; varios meses  lejos de mis rincones, de mis libros, hasta de las plantas, la mayoría se habían secado  y todo por el comentario de un octogenario que sólo sabía espiar detrás de los visillos. La policía científica había dado vuelta  mi casa, gracias a Dios no revisaron dentro de la chimenea.

Desde un hueco interior quité la caja de madera, la abrí, una a una las cartas temblaron en mis manos. Encendí  el fuego y las fui reduciendo a cenizas.  De un sobre, cayó una foto de Hans sonriente.  En la blanca hoja, su letra de garabato me decía: “No me mandes e-mail, ni me visites, cualquier detalle puede hacer que los conflictos con mi ex mujer se agraven, ella vigila mis mínimos movimientos.”  Sonreí, nuestros encuentros  terminaban siempre en algún hotel perdido, era  temeroso  de que alguien lo reconociera. Miré la imagen y como una loca  le hablé a la foto:

“Aquel día fui por primera vez a tu casa, necesitaba explicaciones, te había visto pasar abrazado con tu ex y me habías jurado que nada había entre ustedes, fue otra de tus mentiras. Esperé la noche. La puerta estaba sin llave, entré y te sorprendiste al verme. Me pediste que me fuera, no me dejabas hablar. Mañana nos encontramos en el barcito frente al río, me convenciste. Al llegar a la puerta una  duda me hizo coquillas en la piel. Había nerviosismo en tus ojos y mirabas con insistencia al piso superior, imaginé que allí estaba ella. Subí. En el dormitorio encontré una nueva sorpresa, no era tu ex; era otra, una desconocida.  Dormía profundamente, tan bella y tan joven que sentí pena por ella y por mí. Respiré hondo e intenté bajar la escalera, te pusiste delante diciendo que debíamos hablar, que las cosas no eran como yo las veía. Rabiosa de celos, y sin rumiar las consecuencias, te empujé. Caíste de espaldas por la escalera, en el descanso tu cuerpo dio una vuelta y rodó hasta el primer escalón,  con tal mala suerte que tu cabeza se estrelló contra la maceta.  Escapé”.

Recordé a Garmendia y sus palabras que sonaron como una amenaza, no me extrañaría verlo aparecer  el día menos esperado.

Arrojé la última carta y la foto, vi como tú cara se distorsionaba al calor de las llamas.

 “Adiós mi querido amor. Eras un perfecto mentiroso y un gran pintor; sin embargo, tu error en aquel  lienzo en el  que me  pintaste de  memoria me salvó la vida.”

Me acerqué a la ventana, la cerré, del río comenzaba a llegar un viento helado.

 

 

 

 



8 comentarios:

  1. Hola Maria Rosa!
    esta entrega de hoy parece un juego de sombras y revelaciones,
    me mantuviste en vilo desde el primer momento jaja tejiste una trama de giro sorprendente.
    Esa tension y enigma que son tu sello me encantan, cada personaje contribuye con su propia aura de sospecha... este cuento es una mini obra maestra de intriga y suspenso, amiga!

    Un besote, y buen fin de semana.

    ResponderEliminar
  2. Agradecida por tu generosa devolución estimada Carolina. Un abrazo.

    mariarosa

    ResponderEliminar
  3. Descubrí este blog tuyo, no lo conocía pero parece bastante joven. Me encantan estos relatos detectivescos y conociendo tu estilo no dudé en leerlo y me pareció magnífico. Qué tonto el pintor, un descuido imperdonable, no conocer los detalles del cuerpo de la mujer con la que pasa buen tiempo se paga caro.
    tus relatos siempre tienen algún giro que los hace encantadores. Además encuentro en este un estilo muy particular ya que el detective sospecha, pero no resuelve el caso.
    Buenísimo.
    Te sigo por aquí.
    NN

    ResponderEliminar
  4. Otra cosa: en mi blog me agradeciste la traducción, no entendí eso, tal vez quieras aclararlo.
    NN

    ResponderEliminar
  5. Sherlock Holmes fue superado por Irene Adler.
    Tiene sentido que a Garmendia le haya tocado no ganar.
    Es interesante que esa mujer se haya salvado de ser descubierta, puesta en evidencia, por un error de la memoria visual de un pintor.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar